De tronos, de trozos y destrozos



Cenicienta estaba emocionada: al fin había recibido la invitación para el baile. El simple hecho de acudir despertaba en ella una alegría natural, plagada de cientos de sonrisas sinceras.
 
Así, se subió a aquellos zapatos desde los que tan alto se veía todo, aquellos que le daban vértigo, y se encaminó a su destino. Volvía a ser la guapa de la fiesta. Llegó envuelta en su burbuja de dicha, que estalló en cuanto sus tacones pisaron la estancia.

“¿Qué hace aquí toda esta gente? ¿Acaso no lo entendí bien?” Sacó la invitación de su bolso y se dio cuenta de que no había leído la letra pequeña… El príncipe era princesa y los camareros sólo servían cerveza: el plan perfecto para perder la cabeza.

Corrió la cerveza, corrieron las lágrimas, pero más corrieron sus ganas. Sabía que tenía que darse prisa, se le acababa el tiempo. Las campanadas estaban a punto de sonar. Se encontró con calabazas y no eran las de su carruaje.

Aun así dejó su zapato en la mesilla, con el tacón manchado de lo que sin duda alguna era sangre de las heridas que se hizo al arrastrarse (o zumo de fresa, quizás fuera zumo de fresa).

Allí quedó pues el zapato, por si algún día, princesa, te decides a buscar a Cenicienta.





Epílogo

Cenicienta ya no espera. Cenicienta sigue avanzando descalza. Y camina, no para. Sabe que cuando esté exhausta puede detenerse a descansar, a admirar el paisaje. Que quizás encuentre en el camino a alguien que le preste sus zapatos (y si son zapatillas aún mejor, que son más cómodas). Ha abierto los ojos y ha cerrado un poquito el corazón. Se ha percatado de que no son los cuentos como los pintaban: la realidad son princesas anoréxicas e infantas imputadas.

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